Son pocos los libros que han generado un impacto profundo en lo más íntimo de mi corazón; tal como lo ha sido la novela poética: Hiere, negra espina, del escritor Claude Louis–Combet.
Hoy escribo de esta forma tan personal debido a que no encuentro otra manera para expresarme, más que con la admiración que he desarrollado tras el encuentro de esta novela sombría, oscura, poética y silenciosa. Mas allá de las temáticas controversiales del libro, la forma en que el poeta describe la relación amorosa, la pasión carnal y el erotismo. Para Axel Gasquet la obra de Louis–Combet comenta:
Sus relatos […] plantean la transgresión sexual como un hecho elemental, de lo que se desprende el halo de naturalidad con que se viola el tabú.[1]
Hiere, negra espina, se inspira de la relación incestuosa del poeta Georg Trackl y su hermana con quien poco antes de estallar la primera guerra mundial menciona la frase final que da nombre a este libro:
“Estaba sentado en silencio, en una taberna abandonada, bajo vigas ennegrecidas, a solas con mi vino; un radiante cadáver inclinado sobre una forma tenebrosa; a mis pies, un cordero muerto. Del azul putrefacto surgió la lívida figura de mi hermana, y así habló su boca ensangrentada”: «Hiere, negra espina».[2]
Con este epígrafe, la novela da inicio a una aventura que resultará escandalosa para el lector: el descubrimiento de una sexualidad incestuosa, generada por una pasión secreta, distante, silenciosa; pero contemplativa, proveniente de un recuerdo infantil que permanecerá hasta el final de sus días. Como lo describe el autor en la primera etapa infantil de los dos hermanos jugando en una montaña. Otoño de 1897:
«Entonces, cuando la luz moría al sepultarse en la tierra inmediata, sobre el pecho de su hermana. Podía sentir, a través de la palma, todo el murmullo soterrado de la vida y la palpitante plenitud del secreto. Se quedó así lo que dura un suspiro y luego la emprendió con el vestido, que remandó por encima de las caderas. […] Su rostro reflejaba la seriedad de su alma, un alma atenta y receptiva».
Claude Louis–Combet le da una voz al silencio, un significado sagrado al amor, crea un vació el cuál ni siquiera estaba ahí, un temor, y posiblemente; un sentimiento de horror al inevitable factor que representa la soledad, hundiéndonos poco a poco a esta novela que rinde tributo al silencio.
Siendo participes y cómplices de dichas acciones, los veremos crecer a lo largo de la historia desde 1897 hasta 1917, durante la lectura jamás encontraremos un diálogo entre los personajes; sólo recuerdos, memorias, narraciones que nos explican lo que está pasando y de vez en cuando un par de cartas en las que expresan su amor.
Es ya 1905 ambos crecen y se encuentran ahora en una total ausencia, la hermana —ahora una adolescente— extraña a su hermano todo el tiempo, y viceversa. El autor nos revela de manera magistral los cambios que experimenta una mujer en la adolescencia y la pasión amorosa que desarrolló por su hermano desde la más “tierna” infancia:
“La sangre de luna se prepara para derramarse por primera vez y la joven quiere verla brotar de su sexo. Se lo ha prometido a su hermano. Le ha escrito”: «Ocurrirá de noche y yo me quedaré en vela. Si estuvieras en casa, vendrías a mi lado y asistirías al nacimiento de la pequeña fuente; tú, amado mío; tú, mi poeta; tú te quedarías junto a mí, como si fueras el gran Brentano inclinado sobre los estigmas de Ana Catalina».
[…]
«Hermano querido, sé que no tendré más amante que tú, y creo que, aunque tengas a todas las mujeres a tu disposición, no tendrás más amante que yo. Te has ido, pero no me has abandonado. Sigues aquí. Me miras. Mírame otra vez. Quisiera que me miraras toda la vida».
Una de las características notables dentro de la novela, es la forma en que se abordan los aspectos religiosos, divinizados al estilo de Santa Teresa: “muero, porque no muero”. Donde “los placeres de la carne” —nombre como se le conocería en la época cristiana al acto sexual— se ven transgredidos, por el lenguaje literario de Claude Louis–Combet, el cuerpo —relacionado directamente a la noción cristiana del mal—, es pecado:
«En los momentos en los que la muerte le parecía más atractiva que el placer, necesitaba escribir a su hermana, y no como a la muchacha real que ella era, lejos de él, sino como a su propia alma femenina fuera del tiempo. Y le decía que sólo la deseaba a ella y que por esa razón ninguna mujer podía llevarlo hasta la plenitud de los sentidos a la que él aspiraba y que, ya que se trataba de pecar, debían dar un paso adelante.»
Para Louis–Combet, el silencio proviene de la carne, por la misma razón que la frase y la palabra se escriben a través del cuerpo y con él. La palabra escrita, que en su secreción rompe el sacrilegio del silencio.[3]
«Sólo existo con el fin de no existir más. Tómame y ya no tendré rostro para verte, si un antes ni un después, así seré yo cuando tú seas».
[…]
«El mundo era producto del pecado, y era un pecado —un pecado superior— querer añadir más, obrando de ese modo, al propio desarrollo de la historia, a nuestro exilio lejos de la tierra de la inocencia».
Más adelante en el libro se hace una alucinación al bautismo, el cual ha servido desde su creación como una manera de renacer libre del pecado original. Pero una vez más: con la intención de transgredirlo; desde niños saben que el origen de su pasión llevaba consigo una carga perversa y maligna, de acuerdo con el hermano mayor al describir a su hermana como: «aquella que trae tiniebla».
En el estudio de Foucault en su libro Historia de la sexualidad 4. Las confesiones de la carne. Nos habla de este carácter simbólico y sagrado en torno al bautismo:
«‘Cuando morimos dejamos de pecar’. Así la muerte, instrumento del castigo, termina por convertirse, cuando está asociada a la resurrección, en un instrumento de salvación: ‘la condena hace las veces de beneficio’; ‘las dos cosas están en nuestro favor: la muerte es el fin de los pecados y la resurrección es la reaparición de la naturaleza’. En efecto el bautismo constituye algo así como una inversión del sentido de la muerte: una muerte que hace morir el pecado y la muerte, y que, en ese carácter, por lo tanto, debe ser ardientemente deseada».[4]
Algo que veremos reflejado en uno de los pensamientos del hermano mayor, que al encontrarse lejos de su hermana se nos describe el carácter espiritual de su amor:
«La verdad era de orden espiritual, […] sólo el pecado, el pecado–más–que–mortal, el pecado de sangre, podía confirmarlo. Era preciso que el hombre conociera la carne del ser que le resultara, por su espíritu, el más cercano, la carne del Doble, la carne de la Sombra. Que dos seres fueran el Mismo el uno para el otro: necesariamente debían amarse, gozar juntos más allá de todo goce ordinario, porque hacían el mal no mediante una fornicación banal, sino en el desgarro del principio y del fundamento».
El silencio aloja a los cuerpos para ser poseídos por el deseo. La embriaguez, la poesía y el sin–sentido, alimentan incondicionalmente la pasión prohibida del incesto, ambos provenientes de una familia religiosa, alimentan y hacen existir a Dios por medio de la negación, aceptándose a ellos como el “Uno para el Otro” sabiendo que uno no puede vivir sin el Otro:
«Entonces podían renacer, en lo más hondo de la memoria, desfilando en procesión hacia el vacío absorbente de la página, las imágenes del ángel, de la noche, del pastor, del jardín, del extranjero, del caminante, del huérfano… figuraciones del pecado y la muerte destinadas a fijar, en la mirada de la hermana, el retrato del hermano, esa fotografía que reinaba en su espejo y cuyo rostro impenetrable acabaría por iluminarse mediante la incandescencia de las palabras.»
[1] Axel Gasquet. La heredad del silencio: Escritores franceses heterodoxos. Universidad Veracruzana. 2008. pág 79.
[2] Claude Louis–Combet. Hiere, negra espina. Editorial Periférica. Edición de Kindle.
[3] Axel Gasquet. La heredad del silencio… Op.cit. págs 80 y 90
[4] Michel Foucault. Historia de la sexualidad 4. Los placeres de la carne. Siglo veintiuno. México. págs 94 y 94.